RECUERDOS FUGACES

Recuerdos... recuerdo tantas cosas que aquellos años. Tantos años asistiendo a aquel colegio, aquel colegio que desde pequeña me recordaba a los viejos palacios de héroes y princesas, sin intuir que algún día descubriría que los héroes y princesas no existen en la vida en la real. Tantos años recorriendo aquellos grandes pasillos que los primeros años parecían no tener fin , corriendo por un patio lleno de risas y juegos y deseando crecer para poder subir a las clases de los pisos de arriba. A los pisos de los mayores. Aquel día llegó, y con mis recién cumplidos 11 años llegó el día de subir al siguiente piso. Todo era nuevo, nuevo escenario y nuevos personajes, ya éramos de los mayores. Ese año el profesor era diferente, aquel hombre tan alto y grande, con sus grandes ojos y su avanzada calvicie … era tan diferente a las hermanas y profesoras anteriores. Pronto descubrimos que aquella seriedad era solo aparente, jugaba y disfrutaba de cada minuto con nosotros como uno más. También poco a poco descubrimos su gran secreto, soñaba con ser poeta y se perdía en innumerables libros de cuentos e historias interminables. En sus ratos libres entre clase y clase garabateaba pequeños versos que con suerte alguna vez nos leía. Nos recomendaba libros según nuestra forma de ser y nos enseñaba el placer de tocar y oler un libro como si fuera un gran tesoro. En numerosas clases nos recitaba su poeta favorito, Antonio Machado. Con el tiempo he pensado que aquel profesor se parecía a Machado más de lo que él podría imaginar. 

Un día como otro cualquiera entró en clase decidido, tenía los ojos llenos de emoción y andaba con clara convicción de cumplir una misión. Todos le miramos atentamente mientras bajaba las persianas de las ventanas, se sentó en el borde de la mesa como solía hacer y sacó un libro. Le miró y decidió que era el momento, el momento de abrirnos la mente hacia los clásicos, hacia aquellas historias que él había descubierto muchos años antes. Leyó con voz decidida y clara: El monte de las ánimas. Leyó pausadamente, entonando y saboreando cada una de las palabras que leía con aquel aplomo que solo tienen los grandes lectores, sabiendo el impacto que estaba causando en sus pequeños alumnos. Nosotros abríamos los ojos, aquel relato estaba lleno de espíritus y leyendas terroríficas. Acabó de leer y cerró lentamente el libro, nosotros le mirábamos sin poder apartar los ojos y durante un minuto nadie se atrevió a pronunciar una palabra. Aquella noche muchos de nosotros no dormiríamos pensando en Alonso y Beatriz, pero habíamos descubierto lo que significaba Gustavo Adolfo Bécquer y nada volvería a ser igual.

Esos dos años descubrí mi gran afición, la lectura y la escritura. Y gracias a aquel profesor que nos leía a los grandes de la literatura y nos animaba a escribir y dirigir pequeñas obras de teatro consiguió transmitirnos el más valioso regalo que nos podía ofrecer, su gran secreto. La literatura nos haría libres. Desde entonces son miles los libros que han pasado por mis manos: Zafón, Reverte, Unamuno, Agatha Christie, Dueñas... Y en alguna ocasión, en esos momentos en lo que acabo un libro y cierro los ojos después de haber disfrutado, soñado y compartido momentos con aquellos personajes, sonrío con una gran gratitud a aquellos dos años que pasé con aquel profesor.

Hoy en día me lo imagino en su casa de campo, sentado en una vieja butaca de piel al lado de una gran cristalera por la que entra tímidamente el sol y con un viejo libro en las manos, recitando en voz baja.... Caminante, no hay camino, se hace camino al andar.

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